domingo, 30 de noviembre de 2008

De los que no sabemos (III)


Auguste Rodin

Andaba y pensaba en la posibilidad de compartir mesa con mi espiado caballero.
Hacía conjeturas sobre el beneficio que aquella "aventura" podría acarrearme. Una mujer que le entra a un anciano -técnica moderna para explicar esta forma de actuar- podría dar pie a pensar en mi posible desviación sexual freudiana por recuerdo a mi padre, o quizá y más posible, se pensaría en mi capacidad de adoptar el papel de viuda negra y hacerme con sus posesiones.
Advertí que la gente que me cruzaba reparaba en mi, al fruncir el entrecejo me di cuenta que llevaba puesta una sonrisa de oreja a oreja, tuve un sentimiento de probable chifladura momentánea, que aún me divirtió más.


Le calculaba unos 70 años, podría haber nacido en 1938. En el 58 tendría 20 años y en el 88, 50 años.
Decidí pensar un poco más el abordarle, y ocupe mi mesa de siempre.


Nació en plena guerra civil, vivió su pubertad y juventud de la dura mano de la dictadura fascista, entre la pobreza y destrucción reinantes. Protagonizó el crecimiento económico del país y sufrió la represión política y cultural.
Maduró entre eso y la transición política, aprendió a votar, a perder el miedo en las calles, a decir y a decidir, a guardar el miedo al terrorismo y a enfrentarse a la inmigración de aquellos que recibieron a los nuestros durante nuestra migración.


De la miseria humana del siglo XVIII al drama humano del exceso de población del siglo XXI, el analfabetismo, hambre, pobreza económica y crisis de valores morales. Nada tiene que ver el hombre de este recién estrenado siglo con la de los anteriores, sin embargo no hemos aprendido, vivimos en dos mundos distanciados cada vez más, el industrializado despilfarrador y el pobre con hambre y sin medios para subsanarlo. Cerca de 800.000 niños bolivianos trabajan y son maltratados, según UNICEF, convirtiéndose en un grupo altamente vulnerable social, económica y laboralmente.


Entre los 45 y 50 años vivió la entrada en la CEE, los juegos olímpicos de Barcelona, el Euro, y ya con 65 años los matrimonios homosexuales.
De la revolución industrial, s XIX, a la revolución científica, s XX, la penicilina, la fusión nuclear, el código genético, la relatividad del tiempo, guerras mundiales, Hiroshima, la macabra Talidomida, la revolución cubana, el levantamiento del muro de Berlín, el asesinato de Kenedy, Amstrong y Aldrin pisando la luna, la caída del muro de Berlín...


Oiría o leería la petición de perdón público de Roman Herzog presidente de Alemania en 1997 -gracias al periodista George Steer- de la masacre cometida por la legión Cóndor alemana y Saboia italiana en el bombardeo a Guernica, en una España dónde la información brillaba por su ausencia y no estaban acostumbrados a asimilar las cantidades de datos que manejamos hoy día.


Y ahora, hoy, el hombre quiere volver a cuidar la tierra, dar de comer a todos y repartir para que no sobre.
¿Qué pensará sobre todo esto? ¿Qué pensará sobre nosotros? ¿Le importaremos algo?
Sólo sabemos de aquellos que son conocidos y se hacen oir.
¿Y ellos? Los que no tienen voz y lo callan para si.
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domingo, 23 de noviembre de 2008

Se es y ya está (II)


Els primers freds - Miquel Blay
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Basta un antecedente para establecer una costumbre.

Longevidad, define otra maldita etapa de la vida de lo más dura. Contra ella no vale estrategia alguna.
Se piensa en ella y entristece, se pierde el ánimo, y te acusan de darte por vencida.
Intentas ignorarla, pero los demás no y te llaman ridícula. ¿En qué quedamos?

Apliquemos algo de lo que dejó dicho Lyotard "una intensidad afectiva no necesita de su negación para darse".
Se es, pulsión, estallido, emoción, no hay que encontrar un por qué a un movimiento preciso y necesario para existir, para ser en esa etapa. Decadente, por supuesto, pero necesaria.

Aprendamos a vivir con ello, vale. Mientras aprendes maduras, sin dejar de hacer evidente los caracteres de fuerza y belleza de la juventud, que no compartes, sino que les haces un aparte para que no molesten. Demasiado lentos, fallos en sus reflejos, desagradables fisonomías, dependientes, molestos sabios que aciertan casi siempre. Un coñazo.
Y vas aprendiendo consciente de cuanto provocas en ellos, rápidos, porfiadores y ofensivos, que menudo leñazo se van a pegar y allá ellos... como tú fuiste.

Hoy cuando se ha marchado dirigiéndose hacía la puerta por la mesa más cercana a la mía, apenas sin detenerse me ha hecho una observación:

C. Parece que el tiempo va a cambiar de nuevo, y con ello las costumbres diarias. Abríguese bien. Buenas tardes.
Yo. Buenas tardes.
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Y le sonreía.
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domingo, 16 de noviembre de 2008

Las tardes de clase (I)



El otro día caminaba cansada del trabajo hacia la cafetería dónde suelo merendar, aún me esperaban tres horas de clase. Entro buscando la mesa junto a la ventana. Hojeo los apuntes y a la segunda frase ya me aburren. Respiro hondo mirando a mí alrededor distraídamente. No hay muchos clientes a esas horas de la tarde. La calle es un tumulto de gente con prisas sorteándose casi peligrosamente. Si a alguien se le ocurriera ir paseando, podría acabar incrustado en la cristalera.

Dentro, un señor de mediana edad toma un café y lee un periódico en la barra. Dos señoras muy mayores con sendos tazones de café con leche en una mesa, sorben y hablan las dos a la vez, y aún así parecen entenderse a la perfección, resulta una escena curiosa y divertida.
Dos mesas más allá de la mía, también junto a la ventana, un anciano muy bien vestido -yo diría que hasta escrupulosamente vestido, no le falta detalle, incluido el sombrero- toma té y lee un libro. Está tan concentrado en su lectura que ningún ruido o charla le molesta. De vez en cuando, sin apenas levantar la vista del libro, coge la tetera se sirve media taza y bebe despacio.

Hasta aquí, durante la tarde de la semana que acudo a clase, ocurre exactamente lo mismo, se ha convertido en un ritual. A excepción de los clientes que toman algo y se marchan casi al instante, el resto somos siempre los mismos.

El caballero elegante suele marcharse antes que yo. Cierra el libro, pone las monedas en la bandejita, se levanta despacio, se abotona el abrigo, se coloca el sombrero, los guantes, coge el libro y el bastón, y sale haciendo un gesto de despedida al camarero. Y como siempre yo no le quito ojo hasta que sale, me gusta observar cada uno de sus movimientos pausados, calculados y sin prisas.
La primera vez que le observé estaba deseando verle salir por la puerta, y ver como se desenvolvía entre la marabunta, que apenas deja espacio para que los demás se unan a su circulación desenfrenada.

Pues bien, va con el libro contra el pecho en una mano y en la otra el bastón, para un instante en el escalón de la puerta, y sin siquiera mirar quién viene, pone el bastón delante apoyándose en él y sale con total desparpajo, muy estirado y caminando a paso lento y enérgico. Es increíble como la gente le esquiva, le dejan tanto espacio que casi podría pararse en seco y nadie chocaría. Ya no tengo claro si el virtuosismo es suyo, o del resto de las personas habituadas a sortear todo tipo de obstáculos, esos que los ayuntamientos se empeñan en colocarnos en las aceras.

Pero su seguridad me deja atónita, o su conocimiento del comportamiento humano. Nuestra sociedad ya no deja espacio para los ancianos, pero desde luego, mi caballero elegante se lo agencia con total libertad. Desde entonces, yo, ya no espero hasta que alguien de los que pasa me mire y quede claro que quiero salir, y dando un salto me pongo delante y empiezo a correr ajustando la velocidad a la de los otros. No. Ahora intento imitarle. Mi esfuerzo me costo las primeras veces no creáis, pero ya casi tengo dominado el método.

Sin embargo está última tarde ocurrió algo que no estaba en el guión.
Mi caballero elegante tras despedirse del camarero, justo cuando pasaba a la altura de mi mesa, se gira con una sonrisa, y tocando el ala de su sombrero se despide de mi con un “buenas tardes”.

Al sentirme descubierta, ya que le miraba con total desfachatez, puesto que ni se me había ocurrido pensar que este señor se hubiera percatado de mi presencia –es lo que tiene haber mirado demasiado la tele de pequeña-, noto como me suben los calores hasta la coronilla, y con toda la dignidad de que soy capaz en ese momento le devuelvo la sonrisa y el gesto. Desde luego no contesté, el gallo que me hubiera salido hubiera hecho las delicias de las anécdotas más tontas de la cafetería. La cara de boba igual si, baje la cabeza echando un vistazo rápido a mi alrededor, pero parecia que los demás seguían a lo suyo.

La próxima tarde me llevaré un libro y me dedicaré a lo mío.
Aunque me resulta sumamente interesante observarle, y no niego que siento cierta curiosidad por saber más sobre él. En la antigua Grecia, a esas edades eran considerados sabios, a ellos se acudía para buscar consejo y guía, estímulo y comprensión, Freud decía: “… con la temeridad de quien tiene muy poco o nada que perder…”
Veamos que ocurre el próximo día.