domingo, 29 de marzo de 2009

De rutinas y seguridades




Invitación callejera a pensar
(De Jeronimo del Villar Zamacona en Ginebra, Suiza)

Ahora ya mi paseo por las calles dura lo justo, se repiten mis pasos de cada día. El tendero que abre a la hora que paso, el barman que mirando por la ventana prepara el café del señor que lee el periódico en la barra, la limpiadora que barre el trozo de acera delante del portal, en el siguiente portal la señora que sale con el carrito, el del quiosco que arregla las revistas poniendo las portadas más llamativas delante… he vuelto a mi deja vu diario.

Ando abducida por mis pensamientos, solo cuando algo no transcurre como el día anterior, o cuando me cruzo una cara nueva salgo de mi ensimismamiento. Instintivamente sé, dónde he de pararme, qué semáforo es mejor esperar siempre a que se ponga en verde, dónde los coches o las motos no respetan las señales, los segundos que faltan para que el semáforo se ponga en rojo si empiezan a parar los vehículos del cruce. En qué esquina el viento puede desmontar mi paraguas, que acera es más soleada en invierno y cual más fresca en verano. La confianza de lo conocido.

Hay un seto en uno de los cruces con un precioso olivo, dos ficus, una palmera enana y el suelo cubierto por helechos. Justo enfrente tras una valla de piedra, una enorme higuera, y dos pasos más allá, también detrás de la valla, una parra. Cada día cuando paso me admiro de estos árboles que me sacan de mi abstracción y que pese a la polución del tráfico están rematadamente hermosos. El olor de la higuera me embriaga en primavera, es poderosa, parece que sus grandes hojas me sonríen todos los días. Y en invierno, cuando su aspecto es fantasmal, tiene el poder de reconfortarme.

Hace unos días que ya no está dónde siempre. Cuando mis ojos la buscaron al llegar al cruce, y aún asombrados junto a la parte del muro donde crecía, no la vi, me invadió la tristeza. Paré junto a la cancela que hay más abajo y pude ver que toda la zona esta siendo levantada y reconvertida, y a duras penas entreví justo dónde estaba la higuera unas cuantas ramas que no habían recogido. Los muy… la han hecho leña, ni siquiera habrán pensado en replantarla en el futuro parque, serán…

Después de estos días atrás de agobios ya no voy tan absorta. Hoy he pasado comprobando que todo ocurría casi igual. Pero hay fallos.
He leído que la heurística es “la capacidad de un sistema para realizar de forma inmediata innovaciones positivas para sus fines”. Parece que nuestro cerebro humano altamente heurístico y capacitado para gestionar riesgos, anda un poco desorientado. Inmersa en esta lectura otra frase llama poderosamente mi atención “la seguridad es una realidad y una sensación al mismo tiempo, y no son lo mismo” [1]
O sea que puedo estar intuyendo que estoy segura pero en realidad no estarlo, o al contrario.

"El cerebro es una máquina de descarte maravillosamente ingeniada que constantemente escanea el entorno para evadirse de las situaciones. Eso es lo que los cerebros han hecho durante varios cientos de millones de años, y desde hace pocos millones de años, el cerebro de los mamíferos aprendió un nuevo truco: predecir el tiempo y el lugar de los peligros antes de que pasen.

Nuestra capacidad para agacharnos frente a algo que aún no se nos viene encima es una de las innovaciones más importantes del cerebro, y no tendríamos hilo dental ni planes de jubilación sin ello. Pero esta innovación está en las primeras etapas de desarrollo. La aplicación que nos permite responder a bolas de baseball visibles que se nos vienen es antigua y segura, pero la utilidad complementaria que nos permite responder a amenazas futuras está en fase de beta testing"
[2]

Está claro que no hay seguridad absoluta en ningún lugar, y que intentar mejorarla implica hacer concesiones en dinero, tiempo, autonomía... pero más de una vez la concesión que se hace no estará a la altura de la seguridad que se consigue, si la sensación, o evaluación que hacemos de ella no es correcta.

Cuando intentas razonar serenamente sobre ello aparecen este tipo de preguntas: ¿por qué, si las muertes por intoxicación alimenticia matan a 5000 personas al año y un ataque terrorista de la magnitud del 11S mata 2973 personas en un incidente no repetitivo, se están gastando decenas de billones de dólares al año(sin contar las guerras) en defensa antiterrorista cuando el presupuesto total para la administración relacionada con drogas y alimentos es de 1.9 billones de dólares para todo el 2007? [1]
Y te cuestionas por qué una especie que supera con mucho al resto, hace tan malas concesiones en seguridad.

Así que parece ser que nuestro cerebro, en la parte de gestión de riesgos no ha evolucionado con la misma rapidez que nuestro entorno. No acertamos con nuestras evaluaciones de peligro, concedemos importancia a peligros que tienen pocas probabilidades, y minusvaloramos aquellos que son de alto riesgo reales.

Y vuelvo a lo mismo de siempre, la falta de conocimiento. No entendemos las nuevas tecnologías y por lo tanto no valoramos adecuadamente sus riesgos. No estamos preparados para vivir en masa puesto que no sabemos valorar en su verdadera magnitud, sus riesgos reales. Y nuevamente los aprovechados del sistema utilizan esta falla heurística en provecho propio, personas, empresas o gobiernos sin escrúpulos.

La cuestión parece estar en alinear la sensación con la realidad en cuanto a seguridad, al hacer el mismo recorrido todos los días, o a la hora de tomar decisiones a las que apenas doy importancia, pero que si la tienen.
Valorar adecuadamente si compensa el coste de lo que parece protegerte o si se puede asumir el riesgo. Como el león que prefiere a la víctima enferma y débil con la seguridad de que comerá ese día, antes que a la sana fuerte y ágil, con posibilidades de no ser cazada. Para nosotros las situaciones son un tanto más complicadas.







[1] Bruce Schneier, “La Psicología De La Seguridad”
[2] Daniel Gilbert, "If only gay sex caused global warming," _Los Angeles Times,_ July 2, 2006.

domingo, 22 de marzo de 2009

De vallas y prisas



Die Pathologie der Parteigänger VI
Claudia Rogge



Camino entre la multitud. De vuelta al trabajo. El tumulto de personas que anda sin apenas dejar espacio para maniobrar me obliga a seguir al de delante. La gente pasea, se para formando grupos y ríen, intento rodearles, pero los que vienen en dirección contraria se abren como un río que bordea una isla y contracorriente no puedo avanzar, tengo prisa. Empiezo a desesperarme. Continúo con esfuerzo y al cabo de unos largos minutos veo el final de la calle, solo tengo que cruzarla para llegar a mi destino.

Algo pasa, la gente de delante está plantada transversalmente a la dirección que llevo. Parados ante unas vallas sólidas, atornilladas, sin espacios para traspasarlas, acomodados en la barandilla cara a otro río de gentes vestidas y adornadas a la antigua usanza que avanzan con marchas marciales o pachangueras, según la euforia de las bandas que les siguen. Mi mal humor empieza a ganar terreno, frunzo el ceño pero me doy cuenta que hace rato que lo tengo puesto y ya me duele el entrecejo.
Me empino un tanto y llego a ver la otra parte, idéntica a la que estoy. Hacia mi izquierda una algarabía de gente parada junto a las vallas y a mi derecha más gente apoltronada contra ellas, por detrás la gente que se entrecruza chillando y vociferando de un lado a otro.

Me paro. Pienso. He de cruzar como sea. Al girarme veo un uniforme fosforescente, como puedo, llego hasta él. Se limita a indicarme dónde tengo los pasos autorizados. Calculo cuál es el camino más corto, miro la hora y decido hacer una llamada mientras me dirijo hacia el que considero con más posibilidades y menos problemático. El codo levantado sujetando el móvil es un estorbo, temo que me lo tiren de un empujón, lo agarro con toda la mano y me machaco la oreja. No oigo absolutamente nada, no me atrevo a ponerlo delante de los ojos por si me lo clavan en la nariz, me tapo el otro oído y cuando oigo algo que me hace pensar que alguien habla en mi oreja le digo que estoy en camino, intentando pasar, que llegaré pero no se en cuanto tiempo, y cuelgo antes que el tipo de delante se vuelva y me diga cualquier cosa después del tercer codazo.

Tras varios intentos de andar más aprisa, y de conseguir no empujar a un matrimonio mayor, no pisar a un niño, y que no me tiren un par de cervezas encima, veo a unos cuantos pasos un tropel de gente que cruza por mitad de las comitivas rodeados de polis fosforescentes que han parado su paso. Ya he llegado, un poco más y cruzo ¡que alivio!
Otro grupito que me impide seguir, les rodeo, bufo, llego y otra valla me impide continuar, tengo que rodearla en dirección contraria al paso abierto para unirme al guirigay que quiere cruzar. Maldigo a la alcaldesa, a los municipales, a las comitivas y a todo el que se me cruza, que no son pocos.

Rodeo la vallita y cuando ya estoy de cara a la puerta, la gente empieza a acumularse, han dado paso a las comitivas y toca esperar. Las protestas se generalizan, reniegan, discuten, y cuentan historias de cómo funcionaban las cosas cuando eran pequeños. Oigo cuatro conversaciones al mismo tiempo. Intento distraerme, aunque los nervios se me comen, dos barras metálicas y una pancarta forman la puerta, que dice:”Entrada/Salida. Pasen por su derecha”. Echo un vistazo, allí todo el ancho del paso es la derecha, el alboroto es tal, que aunque intento hacerme más a la derecha me toman por una que se cuela y me jalean. Y ya puedo decir lo que quiera.
Observo las gorras de los polis, las miro fijamente y repito un mantra para que muevan instintivamente con el poder de mi mente y paren la comitiva. Ni por esas.

Tras un tiempo interminable las gorras se mueven, cambian de posición, y la masa empieza a agitarse, porque lo que soy yo apenas me tocan los pies al suelo. Estoy llegando a la pancarta, es tal la alegría que estimo no haber visto nunca nucas tan lindas, y de repente empiezo a ver caras de frente ¿se vuelven? Nooo.
Ha sido un lapsus, gracias al cielo, es la gente que cruza al contrario y casi al mismo tiempo ¡cielos ¿por dónde? si no hay sitio!
Pues si que lo hay, cruzamos todos. Ahora parece que hay más espacio, ya puedo andar y cruzar la siguiente pancarta de salida por mi propio pie.

Llego al trabajo y el relato de la media hora más atroz de mi vida se hace imborrable.





domingo, 15 de marzo de 2009

Quiero, aunque me equivoque (…)



Supervivencia.
Lago de Ratera. Els Pallars Sobirá del Pirineo Leridano


Para sobrevivir en sociedad has de proteger tus formas de hacer, pensar o decir. Si no lo haces, puedes acabar absorbida por los demás en una serie de intereses que no tengan nada que ver contigo, que te llevan a no reconocer tus propias necesidades y con todo a dejar de ser tú.

No quiero dejar de ser como soy. Esa parte animal, egoísta y solitaria, brutal a veces, que sale en los momentos de agresión o cuando alguien tienta la fibra más sensible de tu manera de vivir la vida. Esa, que cuando tocas fondo, te hace mirar hacia arriba y clavar uñas y dientes en la tierra para salir de la oscuridad, quiero que siga dónde está. Aunque cuando no pueda controlarla, tenga que pedir disculpas, o tenga que dejar de relacionarme con aquellos que dejen de confiar en mi actitud.

No quiero convertirme en sumisa, en conformista, en dialogante y apaciguadora siempre. Quiero discutir, quiero luchar, quiero llorar y gritar, quiero decir lo que pienso. No quiero ocultarme tras la cortesía y la diplomacia, utilizando el protocolo para investirme de lo que no soy, una mujer sin necesidades particulares.

Pero, si quiero respetar a los demás y seguir siendo altruista. Y esto me lleva a hacer un trabajo exhaustivo con mi personalidad.
Creo que ya es hora de llamar por su nombre a mi amigo. Nicolás mantiene que su personalidad ha cambiado constantemente a lo largo de los años, casi siempre por la intervención de otros con sus maneras de ser diferentes.

Si, el carácter de las personas con las que conviví me fue suavizando y educando. Pero tanto me deje llevar, que llegué a estar siempre descontenta y enfurruñada. Y cuando la situación cargante me sorprendía diciendo en una frase cuatro palabras duras, que no insultantes, aquello que pensaba, me sentía bien, aunque supusiera ponerme de patitas en la calle.

Establecí una serie de normas de conducta que debía seguir. Allí dónde pasaba más tiempo, debía ser como soy y actuar en base a mi criterio, sin imponerme a los demás pero no cediendo en mis juicios. Parece imposible pero no lo es. Al principio resultas un tanto pintoresca, luego les molestas y te atacan usando chistes, refranes, bulos populares, incluso te ponen motes. Una maravillosa sonrisa, un par de razones y esperar el momento adecuado para lanzarles la mirada crítica, sobran para apartarles de tu camino. Al cabo vienen a pedirte consejo cuando tienen un problema que no saben como asumir, y te dejan un tanto jodida, de tomarte por un bicho raro te rebautizan como chaman de la tribu, todo esto por saber lo que quieres y cómo lo quieres. Cuesta decidir que es peor.

En fin, a ellos no es conveniente intentar aclararles las ideas que les lleven a asumir sus historias -muy lejos de creer todo lo que les dicen, lo que les ocurre es que no creen absolutamente en nada ni en nadie- basta con decirles lo que piensas, da igual que te entiendan o no, lo ponen en práctica, si les da buen resultado eres una jodida reina y si no, cada día estás más loca. Tanto da, el resultado es el mismo, no te molestan en una temporada. Los que no ven más allá de su propio beneficio son los más fáciles de dirigir, tan solo, con ponerles delante aquello que ansían y que es sumamente fácil de averiguar por cualquiera.

Luego están las amigas y amigos, pocos pero buenos, te quieren y aceptan tu idiosincrasia. Algunas te discuten las ideas, y te lo pasas bomba. Otras no están de acuerdo contigo y razonan, y te lo pasas mejor.
Con la gente que conozco poco “intento” seguir el protocolo por respeto. Aunque es inevitable que si el tiempo lo permite, en alguna que otra ocasión aparezca la verdadera naturaleza de mi pensamiento. Algunos, más poderosos que yo –en conocimientos y experiencias- me rebaten y me acallan tan rápidamente que dejo para mejor ocasión contradecir sus posiciones, no por no tener qué decir, sino por calmar mis ánimos y controlar a un debido tono mis manifestaciones. La réplica ha de ser contundente pero no acalorada.

Otros me sorprenden enriqueciendo mi pensamiento, como Nicolás, y cambiando mi perspectiva a mejores posiciones.
Otros directa o indirectamente me hacen ver que me he pasado y que no están dispuestos a permitírmelo. Con ellos me disculpo y me aparto. Y en esto Nicolás está en desacuerdo conmigo, perder la posible amistad de alguien realmente interesante por no callar a tiempo o por no cambiar gestos o palabras, no es inteligente.

Hoy intento educarme en como tratar a alguien que me gusta sin dejar de ser yo. Me resulta difícil. Demostrar a una persona erudita, que entiende perfectamente lo que estoy diciendo pero no me conoce suficiente, además, de no estar dispuesta a manifestar sus pensamientos, tan solo por respeto a los que lo hacen de distinta manera, guardando para sí la clave de muchas equivocaciones, es harto complicado. Sencillamente porque no le importa.

De hecho aquellos que se manifiestan cotidianamente, los que levantan la voz, los que dicen lo que piensan, son los que consiguen la atención y el seguimiento de la mayoría desconfiada. Las sociedades, las mayorías, las asociaciones, hacen y deshacen guiadas por los respetados irrespetuosos. El pensamiento único, la globalización, la moneda única… para que pensar, no hace falta. Como Pablo de Tarso, aquel histérico integrista misógino –esto no como insulto, sino como definición de una personalidad- que iniciaba el mundo neurótico y lamentable que hemos heredado, mientras aquellos que no pensaban de la misma forma callaban por no polemizar, esperando que la masa pensara en vez de actuar.
Las voces de los que podrían nivelar la balanza de las decisiones más elementales, siguen calladas por respeto.

Viendo las cosas de esta manera difícil me va a resultar conseguir respetar a los demás cerrando la boca a la manera de los inteligentes. Pero debe haber otra forma, estoy segura. Y estoy empeñada en encontrarla. Nicolás sonríe y me mira paciente, ha dado por hecho que está tarde no va a conseguir sacarme del camino tortuoso (que por otra parte yo veo totalmente recto) y casi estoy segura que tiene la brújula preparada para darme en las narices en cuanto me permita escucharle.
Se ha hecho tarde y ya estoy deseando que llegue el próximo día.
Juro que sé estar callada, pero tomaré nota para replicarle adecuadamente, con todo mi respeto y cariño.



Ultrajada África por la insensibilidad y el respeto


domingo, 8 de marzo de 2009

Cuestión de crisis. II (…)


Será cuestión de orígenes y regeneración


Cuando las cosas van bien acostumbramos a achacar la buena racha de alguien a la suerte o a que es un/a pelota de cuidado. Una cierta envidia general se expresa en los gestos de todos, pero hay veces que si observas bien no van los rumores tan desencaminados. Consigue una buena posición en el grupo de trabajo, los jefes confían en sus decisiones, le muestran cierto cariño dejándole su casa de veraneo e invitándole en navidad con su familia. Cierto es, también, que los jefes no suelen ser tontos, y reconocen en ellos la buena disposición y la capacidad para el trabajo que les encomiendan. Pero has de ser rematadamente tonto para creer que estas vacunado contra los malos tiempos, y para no saber que ciertos favores han de ser devueltos.

Llegan los malos tiempos, ahora los jefes ya no confían en nadie. Quieren estar presentes en todo, quieren saberlo todo. Quieren reducir esto o lo otro y van empequeñeciendo el círculo de decisiones. De saber con claridad que vas a hacer al día siguiente, te encuentras a expensas del humor con el que lleguen a primera hora y te digan que resultados quieren. Casi siempre vuelven a implantar lo que más te fastidiaba hacer y te había costado tanto modificar en tu beneficio, ahora, el cliente manda, y si tienes que hacer tres veces la misma rutina, aunque tu trabajo sea triple, la haces y punto.

La reacción de un prepotente es digna de estudio. Bien está, que demuestres tu disgusto por el cambio de situación. Pero de ahí a que una vez perdidos los privilegios intentes que prevalezca tu autoridad, no por tu trabajo de mando intermedio, sino por cuestión de derecho e inmunidad, incluso intentando solapar al jefe, es propia de un suicida sin imaginación. Que además arrolla a todo el que le toma en serio y le sigue.

Hace peña con algunos compañeros atacando a quienes no se dejan manipular. Se pavonea con tanta altanería, que parece un payaso en un circo particular y un perdonavidas. Pide audiencias en el despacho, sube nervioso y baja colorado. Es al primero que cierran la boca cuando reclama sus derechos con echarle en cara todo lo que han hecho por él. La gallita de turno, una jovencita recién contratada, que le apoya en voz alta y contesta de forma grosera, y pone una sonrisita irónica cuando le cambian las órdenes, se regodea en su poder de adjunta al mando intermedio, haciendo demostraciones de sus altos conocimientos en un trabajo que el resto lleva haciendo toda la vida. Estos, los otros, no se percatan de las situaciones más susceptibles, ven cambios y tratan de adaptarse aguantando lo que les echen, están acostumbrados a no tener opiniones, no piensan, hacen, y cuanto menos se les note mejor. Saben que están muchas horas de trabajo junto a él, y si se les pregunta su respuesta es evasiva.

En otros departamentos, en los que tras varios intentos no ha conseguido hacerse con autoridad, no solo no le tienen en cuenta, sino que cada vez que mete la nariz se la cortan. Debe tener repuestos a montón, siempre la tiene perfecta para un nuevo intento.
Uno de los jefes, jubilado en activo, con más vista y vivencias de las que se puede imaginar, los tiene calados desde hace tiempo. Ahora no solo le quita responsabilidades, sino que le advierte de su peligrosa situación, y mueve al resto de personal como en una partida de ajedrez, con movimientos tan precisos que sin un solo grito, le aísla completamente.

Ya ha comprendido que su situación ha cambiado, pero su actitud sigue siendo la misma, salvo en dos pequeños aspectos. Procura que su altanería solo sea patente cuando los jefes no están cerca. Y su peloteo es tan evidente que solo le falta postrarse con la frente en el suelo. El único valor que tiene a su favor, que no es poco, es un trabajo bien hecho, reconocido por todo el personal, incluso los que no comulgamos con él. Salta a la palestra cada vez que uno de los jefes se acerca en demasía a cualquier compañero, interrumpiendo o haciéndose notar para pedir turno.

¿Cómo hacerle comprender que no necesita nada más que un trabajo bien hecho para ser considerado un buen colaborador? ¿Cómo explicarle que no tiene alternativa a formar parte de la gerencia sencillamente por qué es un negocio familiar, con una familia muy grande? Cada día, en sus intentos por recuperar un control que realmente nunca ha tenido, pone en jaque al personal tanto de su departamento como de los demás. Alguna que otra vez consigue su propósito de hacer pensar que sin su intervención no se habría salvado la situación. O al menos eso cree él.

Pero lo peor ocurre cuando llega la ayuda de algún otro familiar al que se le dan ciertos privilegios, como es natural. Revolotea a su alrededor con una mezcla de ofrecimiento y ayuda para lo que necesite y una demostración de sus virtudes más sobresalientes. El efecto es deprimente. Pasas olímpicamente ya de sus historias, estás tan acostumbrado que le ignoras, cada uno tiene sus maneras. Te acostumbras. Pero cuando ves la mirada inquisitiva del nuevo, su asombro y estupefacción ante tal forma de hacer el ridículo, no tienes más remedio que echarle arrestos y cerrar la boca. Sonríes, levantas los hombros y le haces gestos de que le ignore y le deje estar.

Si estos personajes llegan a puestos importantes en la cadena de mando, a puestos en los que se tomen decisiones claves, actuando de la misma forma que en sus pequeños cotos ¿funcionaría su currículo personal de valores? Supongo que si. De hecho en el mundo de la política, muy desacreditado ya pero primordial para esta forma de sociedad que ejercemos, se ven actitudes similares y bastante más desarrolladas.

Pero no es cuestión de deprimirse, habrá que utilizar la imaginación y llevarles de vuelta al camino con “la zanahoria colgando ante sus ojos”, y hacer que no se distraigan de sus objetivos, que no es ni más ni menos, que un trabajo bien hecho. Aunque como en el caso de este compañero, parte de la culpa es de los jefes que les ponen al mando de forma contradictoria y poco clara.
Les adulan y les critican, les damos poder y les quitamos el apoyo. Sinceramente nos falta buen criterio para ser electores.



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lunes, 2 de marzo de 2009

Cuestión de crisis. I (…)



Y estas cosas ocurren en algún lugar de por aquí


Hoy he llegado un tanto molesta por algunas historias en el trabajo. Me ha traído un libro y me ha contado sobre el escritor. En el silencio que ha seguido me ha preguntado: ¿qué tal el día?
Ha dado la impresión de darme el disparo de salida para relatarle un día de desavenencias, el repris de mi monólogo ha salido disparado por lo revolucionada que iba. Aquí empezaré por el final.

En según que estratos de la sociedad, la crisis es una compañera fiel.
De esto saben mucho aquellos que hacen números hasta con los cigarrillos que se fuman al día, y no es una cuestión de salud, aunque importante, no tanto como para no darse algún privilegio nocivo, obtener su dosis de morbo y quitar un tanto de pesadez a la vida. Y como siempre no me refiero a gente extrema, a los que llaman la atención por salvajes o por cultos, sino a la gente común que sencillamente subsiste.

El drama y el susto que tienen los de mejor posición, los que generan ese ronroneo constante de lo dura que va a ser la crisis, y gastan menos por si acaso, no tiene nada que ver con los matices que perciben las personas que la tienen por colega, el apretarse el cinturón -que ahora sujeta la pata al cuadro del asiento del sillón, que de tanto usarlo es cómodo por narices- resultan verdaderos economistas y tenaces luchadores contra la desconsideración, llegan a conseguir resultados tan asombrosos en su medio, que se hacen millonarios día a día, millonarios en conseguir lo necesario para vivir, no en cuestiones monetarias. Puntualicemos, las prioridades cambian según bajas o subes escalones sociales.

En esta vida rutinaria de la gente que vive con pocos recursos, incluso teniendo trabajo y cobrando todos los meses, se hacen milagros como los de la Señora Benina en su barrio madrileño allá por el año 1900. Por estos lares parece que no pasan los siglos, con el mismo hueso se hacen varios caldos. Y aquel susto de los de arriba comienza a llegar en un tufillo característico, ahora tiran menos, las calles están más limpias.

En los mercados las casquerias salvan muchos días la mesa, bajan precios para ver si el personal se anima a comprar y eso ayuda. Acercarse a los pueblos por aquello de intentar que el labrador pueda echar una mano con productos que no estén sancionados con tanto beneficio intermediario, y que no pille esta transacción la inspección correspondiente, sin su sello de apto para el consumo y la debida tasa correspondiente.
¿Importará mucho si el producto tiene sello sanitario? A este nivel, te perjudicas si no comes o te perjudicas comiendo, la opción válida es cuestión de lógica. Y no hablemos de las tiendas de chinos, eso es la panacea.
Está claro que las crisis de sistemas no afectan por igual a todos. El ingenio y la supervivencia de los ya versados economistas de lo mínimo, salva familias enteras y hasta algún vecino.

Hay otro estrato por ahí en medio perdido, que me tiene un tanto intrigada, por no decir cabreada. Son aquellos que disponen de un trabajo, más o menos duro, llevan el jornal a casa, pero han cambiado la convivencia con los compañeros usando la crisis como justificación.
El comportamiento muy peculiar se vuelve un tanto animal, como la meada para advertir que es territorio privado y solo con autorización puede cruzarse. Los pequeños defectos personales, como la envidia y los celos pasan a ser armas de posicionamiento.

(Sigue)



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