sábado, 31 de julio de 2010

Una tarde etérea colmada





La escalera tiene una claraboya en el techo que la ilumina salvo en los primeros pisos donde la luz eléctrica es necesaria. Forma un pequeño habitáculo cuadrado que se pierde en el infinito hacia la luz de la claraboya, cuando la bajas parece estrecharse y lo haces en picado, pones los pies en los escalones triangulares con cuidado, la pared es clara, y los escalones, pero la barandilla de hierro forjado resulta terriblemente negra, en todos los tramos se amontonan dos o tres bicicletas sujetas a ella tapadas con plásticos llenos de tierra, en la oscuridad parecen bultos silenciosos y misteriosamente quietos, triste congoja por nada, estás sola en un pozo con absoluta libertad para salir aunque la mente sea una traidora.

Nuestro cuerpo es una oligarquía en la que, como apunta Nietzsche, ha sido muy duro que llegara a ser razonablemente social, ha habido que castigarle mucho y de aberrantes formas a lo largo de la historia para que la medicina del olvido no actúe libremente, de manera que “Se marca algo a fuego para que permanezca en la memoria: solo lo que no cesa de hacer daño permanece en la memoria”.

El que canta obtiene inmediata recompensa al proyectar su voz, oírla y dominarla, y el que pinta le ocurre otro tanto, subyuga, ve, siente, los colores, las formas, un todo. Momentos que se asemejan a los recuerdos felices y risueños, gestos causales de otros tiempos que vuelven a hacerte sonreír.

La ciudad queda atrás en el espejo retrovisor, el peligro de la velocidad se mezcla con el poder de sentirse viento, mis sueños viajan a mi lado, desde la ventanilla los veo por el rabillo del ojo cara al aire sonrientes, con la boca apretada y entrecerrando los ojos, como lenguas de fuego avivada por el viento, les decía sin mirarles que podían irse libremente o volver conmigo, se alejan al centro de la autovía y vuelven pícaros a ponerse a mi par junto a la ventanilla, disfruto, la música me recorre alegre hasta en las vibraciones que mueven el volante entrándome por las yemas de los dedos, soy música y ritmo, la ventaja de hacerse mayor es la de no tener que disimular, ni la necesidad de impresionar.

Recóndita la imagen mental que provoca la inmortal música, la fugaz sensación de hundir los pies en barro llena mi mirada de brillantes chispitas, deshaciéndose la boca pensando en la de él, que se cree olvidado, el pecho, volteando a la comba el corazón, suave perfila cada sensación entrecortando la respiración, de la que no soy consciente hasta que los pulmones necesitan aire y aleteando la nariz con rápidas absorciones elevo la intensidad de los sentidos, oigo por la piel, toco con los ojos, huelo con las manos, tanteo con los labios.

Se está poniendo el sol, la luna le despide, cambio de sentido y vuelta a la ciudad.




domingo, 18 de julio de 2010

Viento
(de la brisa al huracán)


Franco Ambrosetti


A veces resulta difícil soportar la alegría. Dentro de ti parece como si fuera posible hacer cualquier cosa, volar, tirarte por el balcón y planear hasta el suelo. Hay que tener cuidado con los trenes, los puentes y los coches. Si la alegría te puede llevar al dolor, o a la inexistencia, y no se puede vivir pensando a todas horas en el dolor ¿con qué objetivo estamos viviendo? Podríamos intentar una medida, entre el 0 de la desdicha y el 100 de la alegría insoportable, un 75 que diste suficiente del 0 y aún esté lejos del 100. Moderada dicha.

La gente que me voy cruzando no tiene buen aspecto. Enseguida he pensado en el mío. Es un gesto, una actitud, porque yo me encuentro perfectamente. Parecen arrastrar kilos y kilos de algo, caminando como si los pies no pudieran despegarse del suelo -me obligo a enderezar el busto-, el calor, seguro, es agobiante.

Las dos andan de prisa sorteando cuanto encuentran al paso sin parar de hablar, se dan la razón una a la otra mientras vituperan a una tercera ahora paradas en el paso de peatones, no miran a los lados, siguen enzarzadas en lo que más bien parecen dos soliloquios al mismo tiempo. Cuando los que vienen de frente cruzan, se lanzan a la calzada, los brillantitos de las blusas de idéntico patrón relumbran con el movimiento de sus senos, la una negra la otra blanca, ganan distancia a la carrera.

Merodea por el lugar pareciendo no saber que está llamando la atención. Lleva el móvil pegado a la oreja, pasea nervioso hasta la esquina, da media vuelta y vuelve atrás. La mirada en el suelo, el ceño fruncido, mueve la mano como para dar énfasis a lo que está diciendo a solas, el cuello le cae hacia delante y el pantalón que sujeta la rebosante barriga da la impresión de que en cualquier momento se enrollará a sus pies. Su voz acongojada y sus frases llenas de interjecciones chulescas cuadran a la perfección con la elección del atuendo y el corte de pelo.

Tendrá unos ochenta años, bajita, delgada, encorvada, alrededor de sus ojos los colorea el granate, ese que se pone cuando pasas noches sin dormir, su andar lento pero resuelto, mira de frente y a los ojos, en una mano lleva una bolsa plegada delante de la cintura, el otro brazo se mueve militar al andar. Me hace un gesto con la cabeza sin parar el paso.

Unas piernas largas manejan lentas, unas sandalias de tacón de aguja deslumbrantemente blancas contra la piel bronceada. El vestido cuelga perfectamente relleno en todos sus pliegues y costuras sobre unos hombros huesudos, el largo cabello negro azabache tapa el escote de la espalda, inclina la cabeza hacia delante mientras el brazo que cuelga apenas se balancea con el diminuto bolsito blanco. Uñas larguísimas y rojas, aparta el cabello de la cara al pasarle y me mira, bella mirada adornada de colores, me sonríe y le sonrío. Un cuello demasiado ancho, pienso, pero el vestido le sienta de maravilla.

Un coupe negro sube a la cera por un paso de peatones, sinuoso, silencioso, se arrima hacia un lado apartando a los andantes que le miran con admiración o con enfado según el sentido en que muevan la cabeza. Se detiene junto a un escaparate de hermosos vestidos, hechos para subirse en él. Del hueco de la portezuela emerge un oriondo calvo de estimada experiencia de vida, con una impoluta camisa a rayas, la chaqueta en la mano y el pantalón sin una arruga, el olor a colonia inunda la calle y mis fosas nasales a cierta distancia aún. Resulta tan agradable que borra lo ostentoso del cuadro siguiéndole con la mirada acariciadora del buen gusto.

Miedo a sentir, a qué sientes y cómo lo sientes. Hay cosas que están mal y otras que están bien, se fueron estableciendo con dogmas telúricos sobre lo bueno y lo malo, en manos de los que decían ser felices por haber conseguido lo que ansiaban, y nos llegó a confundir de tal manera que vivimos ansiando perennemente.
Las cosas que me hacen sentir bien pueden descubrir aspectos de mi no encasillados en lo considerado bueno. Mi bien no es compatible con todo lo bueno establecido, tampoco mi mal lo es con todo lo malo, y para liarlo un poco más, algunas veces mi bien está en lo establecido como malo y mi mal en lo establecido como bueno.

La confusión es evidente observando a la gente. Sobrevive utilizando el doble rasero, a veces más de dos dependiendo del nivel de preocupación que les proporcione su estatus, ese lugar de inconsistente sostén en que te alza el resto. Además he comprobado que cuanto menos importancia das a lo bueno y lo malo establecido, cediendo ante lo que hace feliz al que te atiende, mejor criterio y opinión elabora de ti. Es casi imposible hacerles ver que me importa un comino el criterio con el que me elevan o me degradan, insistiéndoles en su capacidad para ceder ante lo que me hace feliz a mí. Pocas entienden esto, muchos entienden más, pero inmediatamente vuelven al criterio establecido porque les evita explicar su cambio de contenido, resultándoles más fácil seguir el curso del sentir general, de lo que resulta que no soy de fiar.

Mis incursiones en lo malo establecido para rescatar aquello que me hace sentir bien, sigue creándome posibles descréditos sociales, es cierto, y haciéndome ese aura de peligrosa para muchos, aunque tan atractiva que no acaban de ignorarme del todo.

El desconcierto les obliga a confundir que si bien me gustan algunas cosas establecidas como malas, no significa que yo sea mala. Puedo serlo evidentemente, pero cuando utilizan el doble rasero casillero no dan opciones, y un día te los oyes ¡jo! Ni me imaginaba que fueras así, pensaba que… Sí, sí, claro. Pero siguen con el sentido atrofiado de lo que les hace felices, por lo tanto tú, los demás, tampoco está bien que lo sean.