sábado, 26 de diciembre de 2009

Canción de una lejana primavera para un largo invierno






En todos los pueblos del mundo el ser humano siempre ha querido conocer a sus predecesores. Hemos ansiado en todos los tiempos saber cómo pensaban, qué les preocupaba, e incluso poseer un retrato que identifique el tipo de gente de la que provenimos.

En estas consideraciones andaba la otra tarde en la sección de historia de una librería, cuando empecé a pensar que la posteridad también deseará saber cómo somos, cómo era la ciudad de nuestros tiempos, y los escritos de la historia de entonces relataran nuestras vivencias de ahora.

Nosotros hemos hecho hábiles deducciones, puesto que gran parte de las huellas que dejaron nuestros antepasados fueron destruidas, unas veces por ignorancia, otras por guerras feroces, o por la más cruel de todas las circunstancias, la de los que se creen con el derecho y el poder de decidir que es lo bueno o lo malo. Los ciudadanos del futuro no tendrán tanto problema en descubrirnos, en vez de aparecer en cofres o vasijas perdidas fragmentos desconocidos o, sabiamente escondidos los escritos destinados a la desaparición por obra y gracia de unos cuantos, sencillamente accederán a la inmensidad del mundo de Internet, en el que nuestros valientes sucesores navegaran atrapando relatos, historias, verdades, mentiras, creencias, soledades, brutalidades y demás vivencias particulares y generales que ocurren en nuestros días, identificándonos sin problema y deduciendo con bastante fiabilidad nuestro carácter como pueblo.

Y estando en estas llego más lejos, sabemos que no hay pueblo en el mundo actual ni de los anteriores a nosotros, en el que se hayan establecido costumbres ejemplares. En todo caso intentos por mejorar, puede que conseguidos o aún pendientes de hacerlo. Este siglo XXI sigue siendo muy hombre. Continuamos con esa manera tan humana de alardear de buenas intenciones pero que a la hora de la verdad hace prevalecer la hegemonía del más fuerte.

Al salir por la puerta que tengo por costumbre de la librería, me choca ver que ha desaparecido la tiendecita de lencería de enfrente, y en su lugar una mini cafetería megailuminada ocupa el espacio, y de nuevo me siento forastera entre mi casta, donde lo raro, lo extravagante, lo extraño es lo de casa, y lo normal y lo admirable lo de fuera. Hay que reconocer que la facilidad de la información de nuestra época nos ha hecho variar la dirección de muchas costumbres, arrinconamos nuestros originales y les etiquetamos sin utilidad alguna, obsoletos, cuando no lo son en absoluto.

Inmersos en obtener la última invención de la técnica para considerarnos sociedad avanzada, entendiendo que la compra compulsiva sostiene esta sociedad capitalista agonizante, nos estamos viendo enfrascados en un dilema, casi todos queremos pertenecer al mundo siendo parte del grupo que avanza con fuerza y al mismo tiempo tememos perder nuestra identidad como pueblo volviéndonos recelosos de lo nuestro.

Con todo, llevamos a la confusión a los primeros futuros descendientes, puesto que se han encontrado con lo normal globalizado y nuestro recién estrenado afán de sacar los viejos originales inutilizados para recomponer la identidad del país.
Con razón nos toman por un tanto fantasmas y acaban yendo a “su bola”.

Observando desde el punto que ocupamos en la línea histórica, todas las culturas han tenido las mismas necesidades e impulsos básicos humanos, y en todas, hemos desarrollado respuestas análogas al enfrentarnos a circunstancias similares. Los cambios culturales importantes sucedieron sin que nadie comprendiera conscientemente qué estaba ocurriendo.

Los cazadores de mamuts o bisontes gigantes cazaban sin ningún interés en hacer desaparecer la especie. Ninguna tribu de Nueva Guinea tenía la intención de convertir su selva en praderas. Cuando se construyó el automóvil pretendían que nos trasladáramos a mayor distancia en menos tiempo, pero nadie quería que desaparecieran las zonas rurales, que se localizaran los centros sociales en inmensos centros comerciales, o que la densidad de tráfico acabara provocando ansiedad e hipertensión. Creyeron que la química aportaba beneficios, no que los residuos tóxicos acabarían con el aire limpio, el PVC contaminando aguas, la lluvia ácida y la protección de la capa de ozono destruida.

Nadie de ninguna época quiere ni ha querido pobreza, mendigos, recesiones, pero… los hay, ocurre, sigue habiendo.

Y seguimos viviendo y trabajando pensando que nuestras decisiones son buenas, las mejores que llegamos a imaginar. Aquí nuestros descendientes no encontrarán diferencia alguna con nuestros antepasados, nuestras iniciativas tampoco tienen en cuenta las “consecuencias inintencionadas”, seguimos sin ser conscientes plenamente de “que estamos determinando las grandes transformaciones necesarias para la supervivencia de nuestra especie”.

Antes, los cambios culturales se mostraban en varias generaciones, ahora ocurren de una generación a la siguiente, y la generación anterior sigue retardando el cambio de mentalidad a la próxima. Hemos visto que nuestros antepasados luchaban por comprender y dominar este mundo, en tanto que sus mentes sentaban los principios de la ciencia y el arte. Ahora vemos que la ciencia y el arte sobrepasan nuestra comprensión en más de una ocasión, y que la dominación del mundo no es posible, la del mundo como naturaleza, como humanos si que nos hemos dado el gustazo de dejar tremenda huella de que sólo sabemos vivir de una manera, dominando o siendo dominados por otros.

La cultura sigue evolucionando con rapidez y socialmente seguimos retardando la evolución natural. Están vigentes las pautas del pasado de no entender nada, el largo invierno se prolonga tan eficazmente que cantar la canción de primavera hoy en día, suena a memez.

Es algo tan sencillo como que el ser humano culturalmente está muy capacitado y socialmente inhabilitado.

Pues eso. FELIZ NAVIDAD Y PRÓSPERO AÑO NUEVO


miércoles, 2 de diciembre de 2009

Ciudad con alma y cuerpo





Pasó el caluroso verano.
Ya es un lejano recuerdo. Los días sin trabajar, el viaje, la casa del pueblo y las tardes en la plaza con los amigos. Por aquí vivió su alegre y maravilloso acaecer.

El hormiguero de la ciudad despierta perezoso llenando las calles de ajetreo, ir y venir de no se sabe, propósitos, proyectos, objetivos, intentos, se cruzan sin mirarse, atentos a luces y sonidos, al desmadre y al desafío.

A mitad del día el ambiente se relaja hasta una parsimoniosa velocidad, algunos pasean atesorando tímidos rayos de sol, si arrecia el aire o la lluvia los hombros se encogen, las manos desaparecen y los refugios se atiborran.

Cambian las calles a frías y solitarias iluminando de amarillo adivinados cielos grises u oscuros, donde a duras penas descubres puntos brillantes, de los que imitan los escaparates, al igual que esos extraños árboles con sorprendentes aderezos que empiezan a llenar vitrinas.

La ciudad siempre provisional inventa cada vez y cada época cosas que no son, para entretenernos lejos de las cosas que son, desviviendo las intenciones de vivir intensamente. Reniega del tráfico y se une a él. Despotrica de los horarios y siempre quiere saber a qué hora sucede todo. Busca tranquilidad y se amontona en lugares de moda. Imperceptibles actitudes para miradas habituales.
Como una gran partitura de Beethoven, fuerte y enérgica a la vez que dulce y melodiosa, jugueteando desde los exquisitos y placenteros murmullos callejeros a la fuerte avalancha de los estresantes metálicos en las avenidas.

Sobreviviendo en este lugar de nadie, despiadado en ocasiones, que invita y acoge al azar, que usurpa todo lo que niega su deseo, que aprovecha el fuego destructor, el viento atronador, maltratando y domando al que la maldice, aquí, vegetan, existen, se quedan, rebullen los poetas, filósofos, escritores, cantores, virtuosos y creadores, con las crisis, hambres, recuerdos, ignorancias, codicias, voces, y con la impasible belleza de las rosas.

Y el invierno ha inundado el otoño.
Qué fácil resulta ahora, en este punto, separar el alma del cuerpo.
La ciudad maquinal del invierno, fácil de conquistar por aquellos embaucadores que adoctrinan cómo cuidar el alma e ignorar el cuerpo.
Destruirse o amarse, perversa alternativa o amenaza con premio post mórtem.

Uno, se eleva en la luz diseccionada por los copos de nieve, no siente, etéreo se deja traspasar y penetra allá dónde quiere. El otro quejumbroso, pesado, grotesco, apenas se mueve si no le alimentas, le cuidas y le proteges. Sus veleidades dañan haciéndole depender absolutamente del albedrío del otro. Pero si el alma es soberana, autónoma, libre, practica en el aquí y ahora, y el cuerpo obediente se detiene, descansa, y agradecido responde, conocerán la grandeza de la vida.

La confianza en la carne, los sentidos, nada de falsos pudores, nada de ignominiosas contradicciones, si uno sufre el otro tiene poder para serenarle, proveerle, protegerle, enseñarle a soportar o abstenerse cuando lo que escapa a su voluntad sucede. Pero jamás utilizando el dolor como medidor de fuerzas y capacidades. La muerte no les concierne, ni vivos ni muertos, identifican el bienestar por la ausencia de turbación, los deseos los naturales y necesarios, los otros no, la moral y la ética importantes para con ellos mismos.

Si ya es difícil gobernar tus propios instintos ¿Cómo hacer comprender a las múltiples almas de los múltiples cuerpos de la ciudad que no pueden separarse?

Llueve. Acaban de sonar las dulces campanadas que indican las horas. Suaves y lejanas.
Acogedora, durmiente, segura la ciudad con alma y cuerpo.