sábado, 1 de septiembre de 2012

Agosto cenizo, adiós



El inquietante extremo de la belleza de Giovanni Boldini


Camino buscando la sombra por calles estrechas mientras el despiadado sol oprime todo lo que alcanza contra la piedra caliente, las paredes limpias y revocadas con postigos y puertas de aspecto cuidado desdicen la sensación de pueblo deshabitado. 

La señora Benancia se acerca en dirección contraria con la espalda encorvada, dando a sus cansinos pasos un movimiento pendular que hace temer, si algún imprevisto le modificara la trayectoria, pudiera volcar en cualquier dirección. En mi imaginación, últimamente algo siniestra, me veo en ese trance futuro de tener que medir la distancia al suelo en cada paso.

Un momento antes de llegar a su altura se apoya en la pared levantando la cabeza para saludarme. Su sonrisa de tan alegre asombra que habite en un cuerpo tan viejo, sus arrugas y su aspecto maltrecho no dejan suponer la fuerza, la vitalidad, la limpieza, la belleza y la elocuencia con la que sorprende su mirada.

Juntas andamos hacia la higuera en la pequeña fuente que hay en uno de los lados de la plaza cuadrada. Nos acoge una refrescante y oscura sombra entre silvestre y ajardinada que casi parece un paraje de los hermanos Grimm. Allí la tasca del otro lado ha sabido aprovechar el lugar con unos cómodos silloncitos de esparto. A estas horas de la tarde, ni los pequeños tractores de agricultores que transitan en las mañanas y los atardeceres, ni niños ni adolescentes perturban el sonido del mundo.

Benancia no podrá presumir de haber atravesado las nubes y planeado sobre ellas, o de pasear la mirada por la Piazza di Spagna, o de haber disfrutado un concierto en Viena ni jactarse de haber paseado por Piccadilly Circus. La altivez y la indiferencia mundanas pasaron de largo por su lado, sus experiencias no las cuenta con esa aura de suficiencia donde cualquier atisbo de ternura o candidez son defectos a ocultar a toda costa, en su mirada no se aprecia desafío ni complacencia en la admiración de los demás.

Por el contrario, su fuerza y su belleza radican en su capacidad de sorprenderse, todo le parece nuevo y maravilloso. Maestra y lectora incansable de cuanta biblioteca estuviera a su alcance, se ha ido haciendo su propia idea del mundo y sin perder de vista el cielo y las estrellas, no dejó de pisar nunca en la tierra. Su conversación resulta incluso refrescante contra un cielo con el azul más amarillento y ardiente que quepa imaginar, su sabiduría, su cortesía, nos trasladan a un espacio no pensado sino sentido, como “un ámbito diferenciado entre espacios inmensos de luz quieta y fría arriba y espacios inmensos de luz quieta y fría abajo”.

Me revela que el mundo no es mudo sino que sólo espera que alguien le hable en un lenguaje que él comprenda. Y ella sabe que contesta, en su idioma, contesta y espera que tengamos bizarría para aprenderlo.
Benancia habla con ligeros toques de humor y el acento y la sonrisa de su niñez. Cuenta y dice como brisa, despacio, entonando y paladeando la palabra, se ennoblecen sus rasgos y usa de la pasión sin levantar la voz, y lee en tus ojos y tu respiración el apunte de cuando debe callar y cuándo esperas oír más.

Y ella me ha dibujado la imagen más certera de las personas, de la plebe, de la masa, dice que es imposible crearles un rostro fijo o ponerles nombre, son río, siempre el mismo y siempre distinto, son nube, siempre cambiante, son árbol que obra libre y espontáneo con una fuerza natural y misteriosa. Si le preguntaras a una cualquiera, la mayoría del tiempo ni sabe bien qué quiere ni adónde va, pero si observas a la masa durante un periodo puedes ver su camino, su evolución, en ocasiones su brillo y las más de las veces sus despojos.

Salgo de la España profunda, quieta y sosegada de cielos rojos, del “sí” y el “no” contundentes que la élite ha olvidado escuchar, de tierras y ansias quemadas.
Hoy se lo cuento al Mediterráneo que acariciante en su letanía me recuerda que en el compromiso con la vida siempre debería tenerse en cuenta aquella definición de Epicuro:“la felicidad es el fin motivador  -en último término inalcanzable- del hombre” para no empeñarse en perturbar la tranquilidad conquistada.

Si, es el cielo el que ha copiado el color al mar.