sábado, 21 de enero de 2012

La Cosa Nuestra


Supieron y saben pensar, esperar, ayunar, viviendo conscientemente


Leemos todos los días y escuchamos continuos ecos  que nos exhortan, nos excitan y continuamente trabajan nuestra voluntad para ceder nuestra personal escenografía del mundo a la forma y modelo que la comunidad dicta.
De tal manera que se nos niega la práctica de nuestra calidad humana y necesidades vitales haciendo de nuestra existencia una quijotada sin esperanza.

Esta quijotada de la cosa nuestra, aunque sin esperanza, me ayuda a comprender qué nos ha hecho a los humanos hacer las cosas como las hacemos, lo que a fin de cuentas conseguirá volverme la vida más fácil sin que me domine el tedio y la vergüenza de observarme a mí y a mis semejantes, así como no tener que hacer uso de mi inestimable poder para acabar con la existencia del ser cuando me plazca.
Y en todo y de todo lo que he estado leyendo y meditando saco y hago uso, modifico, replanteo, interpreto, borro, cambio..., como dijo Debord “El plagio es necesario. Las ideas pueden mejorarse”.

Shiddharta le dice a su amante Kamala: “…  su meta le atrae, pues él no permite que entre en su alma nada que pueda contrariar su objetivo. Eso es lo que Siddharta ha aprendido de los samanas. Es lo que los necios llaman magia y creen que es obra de los demonios. Nada es obra de los malos espíritus, éstos no existen. Cualquiera sabe hacer magia si sabe pensar, esperar, ayunar.”
Usemos un poco de esta magia. Tomando de lo ético para decir de la naturaleza y el carácter humanos y del modo de vida. Y de lo patético aquello que remueve y excita las pasiones.

De ninguna cosa del mundo sé tan poco como de mí. Si debo hacer las cosas que no quiero para luego poder hacer aquellas que yo pudiera admitir como mi propia intención, nunca llegaría a aprobarme puesto que los golpes bajos que me lo han permitido y los medios que he utilizado hacen imposible el fin al que pretendo llegar, hacer lo que quiero como quiero. Ahí es nada.

Si el inconsciente permanece inalterable, según Freud, en el inconsciente social subsisten intactas nuestras necesidades más profundas. No se puede criticar ni condenar a nadie al que la acción social e histórica o política le hace producto de su situación, pues nos plantea “una cuestión de terrorismo criticar exclusivamente a los individuos que ejercen el poder y dan su nombre a la acción de los gobiernos”, y mucho menos si antes no se ha hecho una crítica exhaustiva de la posición y acción de uno mismo en ese Estado.

En esa sincera crítica interna se reconoce fácilmente que las mismas decisiones “sometidas a imperativos, necesidades e intereses materiales contradictorios, de los gestores políticos e institucionales, reflejan fielmente la impotencia de cada diputado, partido o ministro, la impotencia de cada clase y de cada colectividad regional para realizar sus fines particulares…”, y devienen de mi propia actitud frente a la formación y condicionamientos en los que he permitido que me enrolen por comodidad, de mi permisivo relajamiento en las costumbres originadas por el progreso, como “autora y productora de la situación al mismo tiempo”.
“La raíz de la podredumbre no son los hombres podridos, sino el sistema que les pudre y que es a su vez reflejo de toda la sociedad crítica, idealista, estéril e hipócrita”
Y me considero honesta al igual que la gran mayoría–“así como no ha de medirse el valor de un hombre por el concepto que él tiene de sí mismo, tampoco puede valorarse ni admirarse, esta sociedad concreta considerando absolutamente verídico el lenguaje que utiliza para hablar de sí misma”-, aunque visto lo visto, llevan razón al decir que esta honestidad y los discursos moralizantes serán la muerte de la sociedad.
¡¡Qué no se diga “es natural”, a fin de que nada pase por inmutable!!” (Brecht).

Jamás la  historia contó la cosa nuestra, la realidad ordinaria de las personas que la habitan con sus intereses e impotencias propias. Veamos qué ocurre usando un tanto de aquella magia para mirarla.
Final de la Edad Media (s. V-XV) la Iglesia se define con la afirmación agustiniana según la cual, la Iglesia establecida era ya desde tiempo atrás ese reino de Dios del que tanto se hablaba. Con esta máxima comienza una revolución en clave de pensamiento, lleva implícita la tendencia revolucionaria moderna aunque carecía aún de la conciencia de ser únicamente histórica, se guiaba por las condiciones de unidad de conciencia y acción que seguían organizando sus luchas de acuerdo con la imaginería del paraíso universal, con esa conciencia ligada al viejo orden en su obsesión por la muerte.

Tras ella emerge el Renacimiento (s. XV-XVI) haciendo de la Antigüedad su pasado y su derecho, sumando su vida histórica. Se descubre, procedente de la experiencia de las comunidades democráticas y de las fuerzas que las arruinaron, el poder desacralizado e inconfesable del Estado.
En este preciso momento comienza el irreversible cambio de la base del mundo, el cese de su movimiento cíclico que había dictado el campesinado, y donde el trabajo asalariado se convierte en un valor que modifica la naturaleza y reconoce a la burguesía como clase dominante acumuladora de mercancías y capital. La monopolización de la vida histórica por parte del Estado de la monarquía absoluta ha sido derrotada.

A partir de entonces el nuevo poder burgués vislumbra en su inconsciente que su base no es otra que la economía política. Adopta entonces la oscuridad dejándola en la inconsciencia social donde permite el uso de las virtudes superficiales, inoperantes e hipócritas, condenando la corrupción de algunos descuidados en nombre de la moral, dejando que en los vicios habite lo verídico, fomentando los propósitos sin fundamentos liberales de la educación, haciendo que la virtud política con mil artimañas hábiles anude la amistad con el vicio.
Equivocamos el objeto y dejamos de orientarnos hacia las causas profundas del conflicto. Nosotros y la cosa nuestra.
Hoy la historia es la misma en todas partes, el tiempo general de la sociedad no tiene más significación que la de los intereses particulares que la constituyen, poseer un tiempo del que no tenemos conciencia no nos sirve para vivirlo realmente.

Metidos ya en la sociedad de productores, en el progreso, en el bienestar (trabajo, ocio, consumición, trabajo, consumición, ocio, trabajo…), la desolación y el pasmo que acarrean las crisis te fuerzan a escuchar, comprender, meditar, y ves, no sin asombro y bajo profunda depresión, que de hecho somos el mismo campesinado con dispersión espacial y mentalidad limitada: medios de comunicación de masas a grandes distancias, supresión de la calle, aislamiento de la población para un control más eficaz, reintegración de los trabajadores conforme a las reglas de la producción y el consumo, sientes esa distancia interior a modo de separación espectacular. Aislados y juntos.
No vivimos los acontecimientos porque no son detectables, ni por tanto pensados y comprendidos en nuestras rutinas. Ya no es posible usar nuestro tiempo para ser lo que deseamos porque el progreso ha borrado la comunidad y el lujo en la sociedad.
El tiempo permanece inmóvil como un espacio cerrado, la ciudad se consume a sí misma.

En pleno comienzo del siglo XXI andamos ahogándonos en esta cosa nuestra, escondiendo la cabeza bajo tierra porque sabemos que en el fondo conocemos más de lo que decimos, y entiendo el silencio de la  masa apechugando lo que se nos viene encima con este "viejo mantra conservador del sacrificio" (GermanCano).
Sin embargo, si a pesar de todo somos capaces de escuchar, aún hay voces que saben qué hacer, que tienen ideas como la de empezar a "desaprender" (Eduard Punset), y aún perduran las ideas que tuvieron algunos conscientes de la historia que muchos no vivieron. La crítica no tiene valor si no se convierte en acción puesto que subordina nuestro comportamiento a la teoría, como tampoco tiene valor juzgar a un hombre por cometer errores que se le han permitido. La línea entre lo que se debe y no se debe es angustiosamente fina en la práctica.

Las bravatas de políticos e intelectuales para asustar a posibles candidatos bien-pensantes de optar a cualquier tipo de gobierno de Estado, dejan las puertas abiertas a aquellos que cuenten con los medios que les salvaguarden de cualquier acusación, y ya sabemos quiénes son los más intrépidos. Aunque según Mandeville “los más grandes pícaros de la multitud han contribuido al bien común”.

“Aquí está en cualquier parte” (Leibniz). Sin miedos, vamos.