domingo, 6 de noviembre de 2011

Arrebol



Descabellada humanidad



Casi podría decir que se demoraba ante mi el transcurrir del tiempo recreándome en el deleite que produce algo muy bello.

Esa hermosura que esclaviza al pensamiento y hace que te hieran otras voces y otras músicas que no provengan de si, esa belleza que de tan segura espanta porque algunos nunca logran hallarla, que cuando  percibes en el estado que te tiene sacas tu parte más dulce obligándote a convertirla en un lujo y te vuelve temararia, como si no necesitaras refugio ni te importara su brevedad.

Me sabía parte de su universo en ese lento florecimiento que suscitando a mi alrededor un erotismo insolente, de aquel que se sabe soberano para minar tu templanza, captaba mi participación sin que yo interviniera, menguada en mi propio asombro.
Mi cuerpo se movía andando por lugares conocidos, diarios, pero mi cerebro había dejado de percibir sus señales y solo atendía a cómo la propia perfección se desplegaba a cámara lenta a mi alrededor.

Tenia que escribirlo y no tenía dónde. Una compleja selección de imágenes y olores que mi mente, aturullada en hilar escenas sin cesar, no me dejaba memorizar. No sé si fueron unos minutos o toda una tarde llena de sentimientos intensísimos. Para cuando la normalidad recupero su sitio nada era lo mismo, en mi percepción ya no quedaba siquiera la familiaridad de donde me encontraba.
Al relatarlo, en cada palabra, lo vuelvo una y otra vez del revés con el afán de repetirlo.

Si el propósito de la belleza es convocar lo trágico, la tristeza, la melancolía, olvidar contar el tiempo, saber de la fragilidad, tocar el pico más alto para dejarte hundir en lo más profundo, me lleva a corroborar con más énfasis si cabe lo que he venido escribiendo sobre mi descabellada humanidad, sobre mi propia esencia.
Y quizá lo más terrible, o lo más sublime, sea aludir a que ni siquiera era alguien sino algo.