domingo, 16 de noviembre de 2008

Las tardes de clase (I)



El otro día caminaba cansada del trabajo hacia la cafetería dónde suelo merendar, aún me esperaban tres horas de clase. Entro buscando la mesa junto a la ventana. Hojeo los apuntes y a la segunda frase ya me aburren. Respiro hondo mirando a mí alrededor distraídamente. No hay muchos clientes a esas horas de la tarde. La calle es un tumulto de gente con prisas sorteándose casi peligrosamente. Si a alguien se le ocurriera ir paseando, podría acabar incrustado en la cristalera.

Dentro, un señor de mediana edad toma un café y lee un periódico en la barra. Dos señoras muy mayores con sendos tazones de café con leche en una mesa, sorben y hablan las dos a la vez, y aún así parecen entenderse a la perfección, resulta una escena curiosa y divertida.
Dos mesas más allá de la mía, también junto a la ventana, un anciano muy bien vestido -yo diría que hasta escrupulosamente vestido, no le falta detalle, incluido el sombrero- toma té y lee un libro. Está tan concentrado en su lectura que ningún ruido o charla le molesta. De vez en cuando, sin apenas levantar la vista del libro, coge la tetera se sirve media taza y bebe despacio.

Hasta aquí, durante la tarde de la semana que acudo a clase, ocurre exactamente lo mismo, se ha convertido en un ritual. A excepción de los clientes que toman algo y se marchan casi al instante, el resto somos siempre los mismos.

El caballero elegante suele marcharse antes que yo. Cierra el libro, pone las monedas en la bandejita, se levanta despacio, se abotona el abrigo, se coloca el sombrero, los guantes, coge el libro y el bastón, y sale haciendo un gesto de despedida al camarero. Y como siempre yo no le quito ojo hasta que sale, me gusta observar cada uno de sus movimientos pausados, calculados y sin prisas.
La primera vez que le observé estaba deseando verle salir por la puerta, y ver como se desenvolvía entre la marabunta, que apenas deja espacio para que los demás se unan a su circulación desenfrenada.

Pues bien, va con el libro contra el pecho en una mano y en la otra el bastón, para un instante en el escalón de la puerta, y sin siquiera mirar quién viene, pone el bastón delante apoyándose en él y sale con total desparpajo, muy estirado y caminando a paso lento y enérgico. Es increíble como la gente le esquiva, le dejan tanto espacio que casi podría pararse en seco y nadie chocaría. Ya no tengo claro si el virtuosismo es suyo, o del resto de las personas habituadas a sortear todo tipo de obstáculos, esos que los ayuntamientos se empeñan en colocarnos en las aceras.

Pero su seguridad me deja atónita, o su conocimiento del comportamiento humano. Nuestra sociedad ya no deja espacio para los ancianos, pero desde luego, mi caballero elegante se lo agencia con total libertad. Desde entonces, yo, ya no espero hasta que alguien de los que pasa me mire y quede claro que quiero salir, y dando un salto me pongo delante y empiezo a correr ajustando la velocidad a la de los otros. No. Ahora intento imitarle. Mi esfuerzo me costo las primeras veces no creáis, pero ya casi tengo dominado el método.

Sin embargo está última tarde ocurrió algo que no estaba en el guión.
Mi caballero elegante tras despedirse del camarero, justo cuando pasaba a la altura de mi mesa, se gira con una sonrisa, y tocando el ala de su sombrero se despide de mi con un “buenas tardes”.

Al sentirme descubierta, ya que le miraba con total desfachatez, puesto que ni se me había ocurrido pensar que este señor se hubiera percatado de mi presencia –es lo que tiene haber mirado demasiado la tele de pequeña-, noto como me suben los calores hasta la coronilla, y con toda la dignidad de que soy capaz en ese momento le devuelvo la sonrisa y el gesto. Desde luego no contesté, el gallo que me hubiera salido hubiera hecho las delicias de las anécdotas más tontas de la cafetería. La cara de boba igual si, baje la cabeza echando un vistazo rápido a mi alrededor, pero parecia que los demás seguían a lo suyo.

La próxima tarde me llevaré un libro y me dedicaré a lo mío.
Aunque me resulta sumamente interesante observarle, y no niego que siento cierta curiosidad por saber más sobre él. En la antigua Grecia, a esas edades eran considerados sabios, a ellos se acudía para buscar consejo y guía, estímulo y comprensión, Freud decía: “… con la temeridad de quien tiene muy poco o nada que perder…”
Veamos que ocurre el próximo día.


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