Tres o cuatro días después
Andando a la salida del trabajo hacia casa, mis pensamientos van y vienen entre los momentos estresantes del día. Saludando a la gente del barrio sin darme cuenta vuelvo a pensar en mi nuevo amigo. ¿Dónde me llevará una amistad que solo depende de la tarde a la semana que nos encontramos y hablamos?
Cuanto más me alejo del centro, las calles se hacen más anchas, y al levantar la vista puedo ver un cielo impresionante. Retazos muy azules entre nubes de algodón blancas, grises y negras, que hacia el oeste se tornan amarillas y rojizas al compás de mis pasos, cuanto más avanza la tarde se intensifican los colores. El sol, invisible ya, las pinta de color y de sombras. Como si de una mano enorme se tratara, el viento difumina aquí y allá el gris y el blanco a manotazos, rasgando nubes y deshaciéndolas en fina lluvia que no acaba de caer.
Hace días que doy vueltas al sentido de esa palabra tan manida, amistad. Y pensando en mi amigo ante tanta maravilla me sorprendo preguntándome ¿qué importa de dónde venga tanta belleza? O qué se pueda hacer con ella, salvo disfrutarla. Acaba la tarde desvaneciendo los colores, mañana habrá un nuevo espectáculo. Hoy ha sido un deleite. Desde que sé qué ocurre allá arriba no dejo de mirar ninguna tarde. Y no dejaré de volver a la cafetería.
Le hablaba sobre la amistad y toda mi teoría giraba en torno a la felicidad individual. De vez en cuando asentía, y de cuando en cuando daba la impresión que me miraba socarrón. Mientras hablaba espiaba sus ojos y sus reacciones, esperaba que cortara mi charla en cualquier momento, observaba cualquier atisbo de humor que se le escapara, oteaba su expresión esperando adivinar que pensaba de lo que oía. Hubo un momento, ante el gesto de bajar la mirada para tomar la taza, que callé, tan atenta estaba a sus movimientos que perdí el hilo, me miró mientras bebía, quizá con sorpresa por el silencio, y entonces no tuve más remedio que tras una corta risa soltarle todo lo que estaba pensando al tiempo que le hablaba.
Risueño, se ha reído de mi tan a gusto que no he podido tomármelo a mal.
Hemos seguido hablando atando cabos sueltos de cuanto había dicho, en unos hemos estado de acuerdo, otros los hemos discutido.
Tengo en cuenta que su experiencia es mayor, en lo vivido y en lo que ha visto, pero desde luego no ha experimentado lo que yo, y tampoco lo ha hecho de la misma manera. Es realmente enriquecedor compartir sin los pesados patrones de opiniones, interpretaciones, dogmas o doctrinas que imponen aquellos que creen tener la verdad, o gran parte de ella en sus juicios de valor.
Me asaltó el pensamiento de estar convirtiéndonos en indigentes de experiencias, apartados por un mundo que produce pero no piensa, no piensa qué produce ni para qué, no piensa que vive hoy ni cómo lo hace, no piensa que sus necesidades físicas están saturadas, empieza a atiborrarse en sus necesidades biológicas, y está falto de muchas de sus necesidades mentales.
Tema para debatir. Habrá que buscar un buen fuego.
2 comentarios:
Habrá que buscar un buen fuego, sí.
Supongo que parte de la indigencia emocional que sufrimos es consecuencia del miedo a parecer cursi o un ingenuo, a esa presión a la que nos vemos sometidos para parecer personas maduras... que le den a la madurez, que, a menudo, no es más que puro miedo al rechazo.
Gracias por tu felicitación. El anónimo no andaba errado, no.
Un beso (algo cursi, dicho sea de paso)
Las conversaciones en los restaurantes, la peluquería, el autobús, dan una visión bastante clara que el miedo al ridículo o a ser ingenuos, no sabemos que es. La madurez depende de quién la interpreta, y dado el grado de preocupación de la gran mayoría por esas conversaciones, el rechazo no les debe importar en absoluto.
En la cuestión física el indigente rechaza las normas y se autolimita, en la cuestión mental el indigente rechaza las normas y se auto-construye.
El beso si que es bastante cursi, si. ¿Que tal un abrazo? Mejor una sonrisa ¿no?
Puestos a ser cursis, te beso, te abrazo y te sonrío (y que le den a la madurez)
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