El inquietante extremo
de la belleza de Giovanni Boldini
Camino buscando
la sombra por calles estrechas mientras el despiadado sol oprime todo lo que alcanza contra la piedra caliente, las paredes limpias y revocadas con postigos y
puertas de aspecto cuidado desdicen la sensación de pueblo
deshabitado.
La señora Benancia
se acerca en dirección contraria con la espalda encorvada, dando a sus cansinos
pasos un movimiento pendular que hace temer, si algún imprevisto le modificara
la trayectoria, pudiera volcar en cualquier dirección. En mi imaginación,
últimamente algo siniestra, me veo en ese trance futuro de tener que medir la
distancia al suelo en cada paso.
Un momento
antes de llegar a su altura se apoya en la pared levantando la cabeza para saludarme.
Su sonrisa de tan alegre asombra que habite en un cuerpo tan viejo, sus
arrugas y su aspecto maltrecho no dejan suponer la fuerza, la vitalidad, la
limpieza, la belleza y la elocuencia con la que sorprende su mirada.
Juntas andamos
hacia la higuera en la pequeña fuente que hay en uno de los lados de la plaza
cuadrada. Nos acoge una refrescante y oscura sombra entre silvestre y
ajardinada que casi parece un paraje de los hermanos Grimm. Allí la tasca del otro
lado ha sabido aprovechar el lugar con unos cómodos silloncitos de esparto. A
estas horas de la tarde, ni los pequeños tractores de agricultores que
transitan en las mañanas y los atardeceres, ni niños ni adolescentes perturban
el sonido del mundo.
Benancia no
podrá presumir de haber atravesado las nubes y planeado sobre ellas, o de
pasear la mirada por la Piazza di Spagna, o de haber disfrutado un concierto en
Viena ni jactarse de haber paseado por Piccadilly Circus. La altivez y la
indiferencia mundanas pasaron de largo por su lado, sus experiencias no las
cuenta con esa aura de suficiencia donde cualquier atisbo de ternura o candidez
son defectos a ocultar a toda costa, en su mirada no se aprecia desafío ni complacencia
en la admiración de los demás.
Por el
contrario, su fuerza y su belleza radican en su capacidad de sorprenderse, todo
le parece nuevo y maravilloso. Maestra y lectora incansable de cuanta
biblioteca estuviera a su alcance, se ha ido haciendo su propia idea del mundo
y sin perder de vista el cielo y las estrellas, no dejó de pisar nunca en la
tierra. Su conversación resulta incluso refrescante contra un cielo con el azul
más amarillento y ardiente que quepa imaginar, su sabiduría, su cortesía, nos trasladan a un espacio no pensado sino sentido, como “un ámbito diferenciado
entre espacios inmensos de luz quieta y fría arriba y espacios inmensos de luz
quieta y fría abajo”.
Me revela que
el mundo no es mudo sino que sólo espera que alguien le hable en un lenguaje
que él comprenda. Y ella sabe que contesta, en su idioma, contesta y espera que
tengamos bizarría para aprenderlo.
Benancia habla con
ligeros toques de humor y el acento y la sonrisa de su niñez. Cuenta y dice como
brisa, despacio, entonando y paladeando la palabra, se ennoblecen sus rasgos y
usa de la pasión sin levantar la voz, y lee en tus ojos y tu respiración el
apunte de cuando debe callar y cuándo esperas oír más.
Y ella me ha
dibujado la imagen más certera de las personas, de la plebe, de la masa, dice que
es imposible crearles un rostro fijo o ponerles nombre, son río, siempre el
mismo y siempre distinto, son nube, siempre cambiante, son árbol que obra libre
y espontáneo con una fuerza natural y misteriosa. Si le preguntaras a una cualquiera, la mayoría del tiempo ni sabe bien qué quiere ni adónde va, pero si
observas a la masa durante un periodo puedes ver su camino, su evolución, en
ocasiones su brillo y las más de las veces sus despojos.
Salgo de la
España profunda, quieta y sosegada de cielos rojos, del “sí” y el “no”
contundentes que la élite ha olvidado escuchar, de tierras y ansias quemadas.
Hoy se lo
cuento al Mediterráneo que acariciante en su letanía me recuerda que en el
compromiso con la vida siempre debería tenerse en cuenta aquella definición de
Epicuro:“la felicidad es el fin motivador -en último término inalcanzable- del hombre” para
no empeñarse en perturbar la tranquilidad conquistada.
Si, es el cielo
el que ha copiado el color al mar.