jueves, 15 de marzo de 2012

De cualquier manera, no.



Para que tanta prisa si en algún punto se acaba.


Empieza a anochecer. No siempre es fácil llegar a la larga ronda del barrio sin que se produzcan los sabidos reencuentros donde el azar no suele ejercer. En alguno que otro tentada estuve de acercarme y decir, me lo impidió el pensar en la exasperación que me produciría oír las respuestas ya conocidas.

El tipo aquél miraba atentamente desde lejos la escena y yo a él. Apenas giró la cabeza hacía mí e hizo amago de virar el torso para dar la vuelta, pero quedó quieto y no dejé de mirarle intentando adivinar qué ocurría, al apartar la vista para descubrirlo puse todos mis sentidos en alerta y eche a andar hacia allí, pero no en línea recta. Me asaltó la extraña sensación de que todo a mí alrededor permanecía inmóvil y yo no avanzaba, hasta que mi mente volvió a reubicarse con un tenue mareo, como cuando se recupera la estabilidad dentro de una barca, y observé que estaba lo suficientemente cerca para oír y entender cuanto ocurría.

En ese ajeno avanzar se me hizo patente que no era una creadora sino una gustadora de hechos, una apuradora de la delectación que proporciona el conocimiento, mi manera de describirla no afectaría la escena tal y como la había ido percibiendo. Una mujer sentada en medio de la calzada rodeada de algunos pares de piernas que la atendían, al parecer encontrándose enferma y sin poder dar un paso más se había dejado caer allí donde se encontraba. Cambia totalmente la importancia del hecho cuando la mendiga borracha se hace protagonista, los gestos y las palabras se vuelven razonamientos que la abjuran, nadie era capaz de reaccionar y decidir un plan de acción con el que hacerse cargo de la situación. Una persona acostumbrada a la dureza de la intemperie que ni siquiera olía a alcohol según unos y que podría ser un ataque según otros, mantenía en una inquietante incapacidad a los allí congregados.

La satisfacción perruna de que todo esté en su sitio -que no está nada mal, claro, querer que todo siga igual- aunque cada vez que gires la cabeza puedas ver lo inasible tan cerca, ese hábito humano baladí de creer en un mundo distinto no debe preocuparnos, al fin y al cabo solo suele durar 3 minutos. Después estaremos encaminados a ocupar nuestro sitio y que nos inunde la complacencia, todo sin pedir ayuda a nadie, nunca.
Es la propia seguridad la que lleva implícito el miedo a perder, caer, morir, a la necesidad, a la obligación de mantenerla, a la de comparar constantemente sistemas que pudieran ser más útiles. El ser arrastrada cada mañana a enfrentar el mundo y comprobar que no eres beneficiaria sino esclava del patrocinio apenas durará esos 3 minutos.

Expresamos una menoscabada reflexión, inquietud y cuidado al elegir la forma de acomodarnos al mundo, no buscando diferenciarnos de él sino intentando modificar gradualmente las formas de los demás para hacer más desapercibido lo distinto. Y cuando la imposibilidad se alía con la evidencia contra nosotros, mostramos una absoluta y desaprensiva sumisión a todo cuanto imponga la complacencia que nos provoca el someter la existente inseguridad bajo el control de la inexistente seguridad.

Sudamos luchando por tantos absurdos, que cuando nos plantean una cuestión de relevancia lógica la enfrentamos como si se nos hiciera perder el tiempo en entelequias. Estando tan convencidos de que todo progreso ha de basarse en interminables titubeos burocráticos y largos paseos entre manos intermediarias, el hecho de plantear un método o una evidencia sume al que lo intenta en una cruzada de impotencia.

Y en ello andamos, preparamos la horca en nuestro jardín delantero y nos vamos a dormir y soñar en un mundo de dichas posibles, ya que lo que vendrá mañana no será igual por mucho que nos empeñemos a lo que hoy ha sido.