Para que tanta
prisa si en algún punto se acaba.
Empieza a anochecer.
No siempre es fácil llegar a la larga ronda del barrio sin que se
produzcan los sabidos reencuentros donde el azar no suele ejercer. En alguno que otro tentada estuve de acercarme y decir, me lo impidió el pensar
en la exasperación que me produciría oír las respuestas ya conocidas.
El tipo aquél miraba
atentamente desde lejos la escena y yo a él. Apenas giró la cabeza hacía mí e
hizo amago de virar el torso para dar la vuelta, pero quedó quieto y no dejé de
mirarle intentando adivinar qué ocurría, al apartar la vista para descubrirlo puse
todos mis sentidos en alerta y eche a andar hacia allí, pero no en línea recta.
Me asaltó la extraña sensación de que todo a mí alrededor permanecía inmóvil y
yo no avanzaba, hasta que mi mente volvió a reubicarse con un tenue mareo, como
cuando se recupera la estabilidad dentro de una barca, y observé que estaba lo
suficientemente cerca para oír y entender cuanto ocurría.
En ese ajeno avanzar
se me hizo patente que no era una creadora sino una gustadora de hechos, una
apuradora de la delectación que proporciona el conocimiento, mi manera de
describirla no afectaría la escena tal y como la había ido percibiendo. Una
mujer sentada en medio de la calzada rodeada de algunos pares de piernas que la
atendían, al parecer encontrándose enferma y sin poder dar un paso más se había
dejado caer allí donde se encontraba. Cambia totalmente la importancia del hecho cuando la mendiga borracha
se hace protagonista, los gestos y las palabras se vuelven razonamientos que la
abjuran, nadie era capaz de reaccionar y decidir un plan de acción con el que hacerse cargo de la situación. Una persona acostumbrada a la dureza de la
intemperie que ni siquiera olía a alcohol según unos y que podría ser un ataque
según otros, mantenía en una inquietante incapacidad a los allí congregados.
La satisfacción
perruna de que todo esté en su sitio -que no está nada mal, claro, querer que todo
siga igual- aunque cada vez que gires la cabeza puedas ver lo inasible tan
cerca, ese hábito humano baladí de creer en un mundo distinto no debe
preocuparnos, al fin y al cabo solo suele durar 3 minutos. Después estaremos
encaminados a ocupar nuestro sitio y que nos inunde la complacencia, todo sin
pedir ayuda a nadie, nunca.
Es la propia seguridad
la que lleva implícito el miedo a perder, caer, morir, a la necesidad, a la
obligación de mantenerla, a la de comparar constantemente sistemas que pudieran
ser más útiles. El ser arrastrada cada mañana a enfrentar el mundo y comprobar que no
eres beneficiaria sino esclava del patrocinio apenas durará esos 3 minutos.
Expresamos una
menoscabada reflexión, inquietud y cuidado al elegir la forma de acomodarnos al
mundo, no buscando diferenciarnos de él sino intentando modificar gradualmente
las formas de los demás para hacer más desapercibido lo distinto. Y cuando la imposibilidad
se alía con la evidencia contra nosotros, mostramos una absoluta y desaprensiva sumisión a todo
cuanto imponga la complacencia que nos provoca el someter la existente
inseguridad bajo el control de la inexistente seguridad.
Sudamos luchando por
tantos absurdos, que cuando nos plantean una cuestión de relevancia lógica la
enfrentamos como si se nos hiciera perder el tiempo en entelequias. Estando tan
convencidos de que todo progreso ha de basarse en interminables titubeos
burocráticos y largos paseos entre manos intermediarias, el hecho de plantear
un método o una evidencia sume al que lo intenta en una cruzada de impotencia.
Y en ello andamos,
preparamos la horca en nuestro jardín delantero y nos vamos a dormir y soñar en
un mundo de dichas posibles, ya que lo que vendrá mañana no será igual por
mucho que nos empeñemos a lo que hoy ha sido.