Me demoraba demasiado. Miraba el cielo encapotado que oscurecía por momentos. Esa mañana habían pronosticado lluvias y bajada de las temperaturas. Por fin terminé, el abrigo con el cuello alzado, el gorro rojo y los guantes, el paraguas transparente desplegado y me lancé a la calle.
Arreciaba el aire helado por el bajo del abrigo y del paraguas, el agua dificultaba la visión a pocos metros. Las salpicaduras de las pisadas, las que el viento lanzaba y las del paso que se adelantaba al paraguas, me empapaban los bajos de los pantalones.
Allí dónde la gente se acumulaba en la puerta formando con sus paraguas un techo hasta la entrada, dónde sonaban los tambores africanos moviendo los paraguas a su ritmo, allí iba. El espectáculo impresionaba, la lluvia llevaba el compás, si, si, la lluvia siguiendo el compás, me encantó, y por un momento dude en entrar o quedarme bailando bajo el resguardo colorido, las amigas me hicieron señas y cerré el paraguas para poder atravesar la provisional pista hasta el acceso.
En el escenario los tambores casi obligaban a danzar los cuerpos semidesnudos, rayaban la perfección en movimientos imposibles hipnotizando las miradas y asomando la alegría desbordante del corazón a las bocas. Absortas y un tanto idas, comulgamos con nuestros espíritus antepasados en esa conversación corporal que concierta el baile africano, pretendiendo aplacar a los malintencionados espíritus presentes del “porque yo lo valgo”.
Volvimos agotadas hablando sobre la moralidad del movimiento, y la del pensamiento. Ya ves, que le importará a nadie por qué hacemos lo que hacemos, o pensamos lo que pensamos, o el valor moral o amoral de la moralidad.
Pero importa. Eres, sientes, existes, porque son, sienten y existen los demás.
Construyo el mundo cada día con una fuerza invencible. Prueba de ello es que asediándome va la muerte, atando mi existencia. En esa danza llegué a ver los hilos flojos con que me sujeta el alba, dejando que mi corazón cuelgue de la puerta que no podrá tocar mano alguna.
Anclada entre los brazos de un cedro, obligada a exigir la perdición que resquebraja máscaras, la perdición que nos redime guiando nuestra marcha hasta convertirnos en roca enamorada, para acabar olvidándome de mí bajo su sombra.
Y así romper la corteza de la incomprensión convertida en lanza perdida, buscando los cabos para enhebrarlos en humos y en hechizos que me ayuden a aproximarme al rostro del lejano cosmos y alentar a Adán a decir: ”no soy el padre del mundo ni he visto el paraíso”.
Lo que hace soltar el cuerpo y que le obedezca la mente. Virguerías.
La moral es el arte del detalle, una modesta palabra, un gesto, una atención, una cortesía le indica al otro que le hemos visto, que le hacemos un lugar, por lo tanto que él es, existe para el mundo. Éste es el lugar de la ética. ”En eso consiste realizar la ética, crear la moral y encarnar los valores.”
La moral se aprende, y demuestra la evidente responsabilidad de cada uno sobre sí mismo. Pero antes de iluminar nuestro cuerpo neuronal con una ética practicable, deberemos crear un Yo fuerte, protagonista de sí, querido, sin motivaciones sociales, genéticas, familiares, históricas, psíquicas… hábil para tolerar todos los influjos feroces que origina la barbarie del mundo.
Un cuerpo físico adiestrado proporciona un cuerpo neuronal consciente, y este, conforma la base indiscutible para llegar a una ética basada en una moral con los más altos valores. Sobre un ser físico óptimo una mente perfeccionada.
Pudiendo llegar a un máximo nivel de perfección física ¿qué nos impide llegar a la misma perfección mental? Nada. Puesto que la perfección mental solo depende del perfecto físico, cuando el que la busca desea realmente el placer real de ser ético y el de practicar la moral.
Y la perfección física ya ha sido demostrada que puede lograrse.