Die Pathologie der Parteigänger VI
Claudia Rogge
Camino entre la multitud. De vuelta al trabajo. El tumulto de personas que anda sin apenas dejar espacio para maniobrar me obliga a seguir al de delante. La gente pasea, se para formando grupos y ríen, intento rodearles, pero los que vienen en dirección contraria se abren como un río que bordea una isla y contracorriente no puedo avanzar, tengo prisa. Empiezo a desesperarme. Continúo con esfuerzo y al cabo de unos largos minutos veo el final de la calle, solo tengo que cruzarla para llegar a mi destino.
Algo pasa, la gente de delante está plantada transversalmente a la dirección que llevo. Parados ante unas vallas sólidas, atornilladas, sin espacios para traspasarlas, acomodados en la barandilla cara a otro río de gentes vestidas y adornadas a la antigua usanza que avanzan con marchas marciales o pachangueras, según la euforia de las bandas que les siguen. Mi mal humor empieza a ganar terreno, frunzo el ceño pero me doy cuenta que hace rato que lo tengo puesto y ya me duele el entrecejo.
Me empino un tanto y llego a ver la otra parte, idéntica a la que estoy. Hacia mi izquierda una algarabía de gente parada junto a las vallas y a mi derecha más gente apoltronada contra ellas, por detrás la gente que se entrecruza chillando y vociferando de un lado a otro.
Me paro. Pienso. He de cruzar como sea. Al girarme veo un uniforme fosforescente, como puedo, llego hasta él. Se limita a indicarme dónde tengo los pasos autorizados. Calculo cuál es el camino más corto, miro la hora y decido hacer una llamada mientras me dirijo hacia el que considero con más posibilidades y menos problemático. El codo levantado sujetando el móvil es un estorbo, temo que me lo tiren de un empujón, lo agarro con toda la mano y me machaco la oreja. No oigo absolutamente nada, no me atrevo a ponerlo delante de los ojos por si me lo clavan en la nariz, me tapo el otro oído y cuando oigo algo que me hace pensar que alguien habla en mi oreja le digo que estoy en camino, intentando pasar, que llegaré pero no se en cuanto tiempo, y cuelgo antes que el tipo de delante se vuelva y me diga cualquier cosa después del tercer codazo.
Tras varios intentos de andar más aprisa, y de conseguir no empujar a un matrimonio mayor, no pisar a un niño, y que no me tiren un par de cervezas encima, veo a unos cuantos pasos un tropel de gente que cruza por mitad de las comitivas rodeados de polis fosforescentes que han parado su paso. Ya he llegado, un poco más y cruzo ¡que alivio!
Otro grupito que me impide seguir, les rodeo, bufo, llego y otra valla me impide continuar, tengo que rodearla en dirección contraria al paso abierto para unirme al guirigay que quiere cruzar. Maldigo a la alcaldesa, a los municipales, a las comitivas y a todo el que se me cruza, que no son pocos.
Rodeo la vallita y cuando ya estoy de cara a la puerta, la gente empieza a acumularse, han dado paso a las comitivas y toca esperar. Las protestas se generalizan, reniegan, discuten, y cuentan historias de cómo funcionaban las cosas cuando eran pequeños. Oigo cuatro conversaciones al mismo tiempo. Intento distraerme, aunque los nervios se me comen, dos barras metálicas y una pancarta forman la puerta, que dice:”Entrada/Salida. Pasen por su derecha”. Echo un vistazo, allí todo el ancho del paso es la derecha, el alboroto es tal, que aunque intento hacerme más a la derecha me toman por una que se cuela y me jalean. Y ya puedo decir lo que quiera.
Observo las gorras de los polis, las miro fijamente y repito un mantra para que muevan instintivamente con el poder de mi mente y paren la comitiva. Ni por esas.
Tras un tiempo interminable las gorras se mueven, cambian de posición, y la masa empieza a agitarse, porque lo que soy yo apenas me tocan los pies al suelo. Estoy llegando a la pancarta, es tal la alegría que estimo no haber visto nunca nucas tan lindas, y de repente empiezo a ver caras de frente ¿se vuelven? Nooo.
Ha sido un lapsus, gracias al cielo, es la gente que cruza al contrario y casi al mismo tiempo ¡cielos ¿por dónde? si no hay sitio!
Pues si que lo hay, cruzamos todos. Ahora parece que hay más espacio, ya puedo andar y cruzar la siguiente pancarta de salida por mi propio pie.
Llego al trabajo y el relato de la media hora más atroz de mi vida se hace imborrable.
4 comentarios:
Pues si es la media hora más atroz de tu vida... no sé si felicitarte o entristecerme.
No me hagas mucho caso, hoy ando un poco "soviético".
Ah, pero a este beso sí hazle caso.
Carz.
Felicítame Carz.
El agobio, la vulnerabilidad, el desasosiego, la confusión, la torpeza, como fórmula para despertar de una adormecida seguridad es un acierto, de vez en cuando. Sobre todo en un camino que dura diariamente apenas cinco minutos.
Me va a resultar algo complicado hacerle caso a tu beso y a ti no.
Me quedo con ambos, un beso soviético no lo saben dar muchos.
Parece terrible.
Pero una vez pasado se queda en que cinco minutos se han convertido en media hora.
Malas las vallas para las prisas.
Nunca te suceda nada más terrible.
Besos.
Eso espero Ybris. Esos minutos en que la impotencia te impide cualquier iniciativa, y la de sentirte como una imbécil por no haberlo previsto, tomando otro camino o no moviéndote de tu destino, consigue en tan poco tiempo destrozar cualquier ánimo de luchar contra lo inevitable, dejándote llevar y permitiendo cualquier ultraje sin abrir la boca.
Estoy con vosotros en que lo terrible no tiene nada que ver con retrasarte, pero las sensaciones que me provocaron me hicieron pensar que este mundo social seguro y omnipotente, no lo es en manera alguna. En cualquier momento y cuando menos preparada estás es cuando lo terrible puede destrozarte. Un ataque de nervios es lo mínimo, pero si lo suficiente para dejar la autoconfianza en un plano menos abierto.
Besos.
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